martes, 19 de junio de 2018

Los ruidos de una casa vieja

Estoy esperando por una señal,
algo fuera de mí, que no entiendo,
estoy sumergido en estas horas,
hasta que los ruidos me asaltan.

Puedo escuchar desde este muro
sonidos sin origen ni ritmo,
llevándose mi cuerpo de atril
hasta el zaguán, los pasillos y más allá.

Me hacen correr por el enorme salón
donde otro tiempo pude dormir,
donde cada retrato se vuelve ficción,
pieza retocada de una memoria infiel.

Los ruidos aceleran mis pasos torpes,
apenas libro las monstruosas reliquias,
ya bajo por las maltratadas escaleras,
todas las puertas se quedaron abiertas.

Pero no la reja entre el zaguán y la calle,
quedó clausurada en un solemne acto,
del cual ya no hay testigos ni detractores,
solo un obstinado rostro, indistinguible.

Como una mancha indeleble sobre la tela,
porta una de esas muecas aterrorizantes,
de aquellas que uno no puede ignorar,
pues nos cuentan una historia verídica.

Esta historia en particular,
no tiene un desenlace conocido,
un montón de palabras flotando,
volviendo por el vestíbulo.

Me quedo aquí, en el patio interior,
quiero quedarme cuidando el jardín,
donde la noche ignora los lamentos,
me observa y a estas cosas valiosas.

Que de algún modo aún están vivas,
detrás de las ventanas, en los pasillos,
bajo la cama y adentro de las lámparas,
la noche los atiende a todos, menos a mí.

Se quedan dormidas entre las grietas,
canciones de una herencia desconocida
y brotan musgo y ramas con hojas
que trepan discretas las paredes.

Estas paredes se han vuelto tan delgadas,
incluso una persona podría atravesarlas,
los ruidos se vuelven pasos y luego voces,
voces sin conciencia, ni prisa ni deseos.

Escapan de los rincones de la casa,
cerrándose a mi alrededor como una garra,
una pesada, lenta y constante gota de agua,
perforando con fuerza incorpórea.

Algo que es un destello prohibido,
algo que se extiende hasta morir,
sin tocarme, perdiéndose en la ligereza de mi cuerpo,
reagrupándose para volver a desfilar hacia las llamas.

Se dejan caer sobre mí
y cada una de esas voces
se vuelve un sufrimiento
momentáneo y agudo.

No queda un solo cuerpo cautivo
pero aún se pueden contemplar,
los gritos incendiando corredores,
signos insufribles que no tienen final.

Puedo hablar con una voz
que ya no es corpórea,
he comenzado a entender
que soy como una imagen desenfocada.

Que apenas se pronuncia
en la inmensa oscuridad,
como letras que no se borran del papel,
sin importar cuanto tiempo pase.

Siguen ahí, aunque tú no las puedas ver,
ni escucharlas y tampoco sentirlas,
aun así, en ciertas ocasiones,
pueden volver como poemas olvidados.

Solo sus habitantes conocen bien,
los ruidos de una casa vieja,
solamente una casa tan vieja,
puede ser habitada por tantos fantasmas.

La distancia entre todas estas imágenes,
a pesar de estar encerradas aquí,
es algo que las vuelve inalcanzables,
me muevo a través de una soledad eterna.

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