Habrás
escuchado la risa contagiosa,
fruto de una
alegría sincera
que transporta
a la tierna infancia.
Habrás
sentido aquel abrazo cálido,
nacido de una
fiel amistad
que resistió
las horas y sus traiciones.
También
habrás apreciado alguna vez,
las
esperanzas y sus desilusiones
haciendo eco
en las cuevas
donde ya no
queda nadie más.
Háblame de la
soledad y sus formas,
háblame de la
dicha y sus nombres.
¿Tenemos los
mismos privilegios aquí?
Dime si has
sentido su pesada mano,
si acaso
escuchaste su amorosa voz
y ¿cuál es el
orden natural de estas cosas?
Quedar sordo
al estruendo del fracaso
y refugiarse
en el silencio indiferente,
espejos
plateados con rostros ajenos,
cuerpos
inaccesibles meciéndose
y piernas sin
ansiedad.
La inesperada
mirada afectuosa
que penetra y dilata el corazón,
descansar en
sábanas limpias,
componer
cantos en su nombre
y vivir
dulcemente convencido.
Enamorar y
enamorarse para crecer,
entregarse
hasta perder la razón
y vivir
sediento de su manantial.
Contemplar la
esperanza y la vida
con unos ojos
que no son tuyos.
Flotar y
desaparecer en la nostalgia
esperando los
últimos epigramas
aquellos
versos antiguos y ocultos,
versos de
ira, desdén y pasión,
olores,
sabores, imágenes y virtudes
que
satisfacen cualquier placer.
Inútilmente
repetir labores
hasta
comprender y cambiar,
de los
sepulcros regresar
con o sin un
consuelo
y dar lugar a
los recuerdos,
sentirse
seguro y comprendido
dejando
lágrimas sobre su piel.
Pretender que
se puede
contener la
ira del mar
con todas sus
glorias
y sus dolores
por vivir.
Entonces
dime, sombra de mí
si esto es razonable…
Si
el corazón merece sufrir.
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